
EL ÁRBOL DEL LENGUAJE SALVAJE
Las maneras de enseñar literatura y de la poesía en particular han dado lugar a diversas metodologías. Paradójicamente, algunas a la creatividad la relegan o no le dan la adecuada importancia. La poeta y educadora Mónica Caldeiro revindica en este texto que escribió especialmente para nosotros, el papel central del lenguaje como constructor de una mirada sobre el mundo. El lenguaje se puede convertir en un baluarte contra las estrategias que el poder usa para controlar nuestra imaginación.
La interrogación final, más que una pregunta, considérenla ante todo una invitación.
Para acompañar este texto que nos propone una mirada particular y revulsiva sobre el lenguaje hemos escogido el trabajo de la pintora Mónica Urriolagoitia, por sus coincidencias expresivas.
Su trabajo -y el nombre no es la única similitud que guardan estas dos creadoras- evoca paisajes particulares, casi podríamos decir, interiores, singulares e irrepetibles inspirados en los países que recorrió y en sus recuerdos, pero que intentan integrarnos, nos abarcan y nos invitan a transitarlos. El camino escogido para ello es el color, la sutil ligereza de esos tonos amables, optimistas y diáfanos como lo es su creadora. Mónica nos convida y nosotros acudimos, y nos dejamos perder extasiados por esa suavidad y a la vez por esa fuerza telúrica y remota, y aquí radica la magia de sus paisajes que rebozan vida.
Trazos y palabras llenos de vida.
Por Mónica Caldeiro
El lenguaje es un árbol, y su estructura es orgánica. Crece con el hombre junto a su alma, y reside en él de la mano del yo.
Cualquier intento de establecer en él una serie de normas obedece a un criterio estrictamente cultural y social, pero el lenguaje que crece con el ser humano desde el nacimiento no responde a ningún postulado académico. Corresponde, más bien, a la visión del mundo que el hombre tiene de éste. Más allá, refleja incluso la visión (muchas veces parcial) que el hombre tiene de sí mismo.
Para darse cuenta de esto no hace falta ser una experta en la materia. No es preciso ser lingüista, ni filóloga, ni escritora, ni poeta. Sólo ser una simple y humilde observadora de la realidad. Cuando se tienen niños alrededor, se ve. El lenguaje crece en las niñas y los niños igual que lo hace un árbol.
Volvamos a una sencilla lección de botánica de la escuela primaria. Sabemos que el árbol tiene una base, las raíces. Las raíces alimentan al árbol, son su placenta; a través de ellas, el árbol toma parte de los nutrientes que necesita para crecer. Por encima de las raíces y de la tierra, se eleva el tronco: el tronco es el cuerpo, el centro, el mástil. Él es el sostenedor de la copa, y de él salen las extremidades del árbol, las ramas, y de las ramas las hojas en toda su multiplicidad. Las hojas son pequeños órganos vivos, los cientos y miles de pequeños pulmones que, a través de la fotosíntesis, reciben la luz y el oxígeno.
Si analizamos cómo crece y se alimenta el lenguaje humano, veríamos que su estructura es muy similar a la de sus aliados de la naturaleza. Hagamos una analogía. Supongamos que las raíces son la estructura base de la personalidad: el carácter, la mente, el pensamiento y el ego. La relación entre identidad y lenguaje es total y absolutamente recíproca, ya que no puede existir lenguaje sin mente ni pensamiento discursivo o identidad sin lenguaje. La construcción del ego va estrictamente ligada al desarrollo del lenguaje en los niños, y ellos mismos, a través de éste, se sitúan en el mundo.
El tronco serían todos los elementos que componen el lenguaje en sí: la morfología, la sintaxis, la semántica, las estructuras gramaticales… Sería toda la información que tenemos y almacenamos respecto a la lengua con la que hemos crecido y utilizamos.
Las ramas serían, entonces, el lenguaje en sí (la copa) y todas las maneras que tenemos de utilizarlo, con todos los diferentes usos que le damos en distintos niveles y situaciones: el lenguaje institucional, científico, literario, el argot, el lenguaje familiar, el lenguaje formal… Éstos incluyen todos los lenguajes especializados y el uso que hacemos de ellos.
La función de las hojas sigue estando ahí. Son como los poros de nuestra piel lingüística, los que realizan la fotosíntesis. Son los estímulos y las nuevas informaciones, las palabras nuevas, las situaciones sociales, todo aquello que nos permite ser permeables al lenguaje que crece a nuestro alrededor.
Ahora podemos imaginar qué pasa cuando esa estructura base que es el árbol del lenguaje se multiplica de manera casi infinita, generando miles y millones de otros árboles en bosques y selvas. Las distintas especies se retroalimentan, siendo diferentes todas ellas pero con una misma estructura común. Ellas son, entonces, las familias lingüísticas, las lenguas, los dialectos. De manera salvaje, igual que un árbol, el lenguaje evoluciona y se desarrolla, generando él mismo su propia evolución y sus propias fronteras.
Ya el poeta Gary Snyder, en su ensayo El lenguaje avanza en dos direcciones, habla de la “Lengua Natural” en oposición al “uso correcto de la lengua”. Inspirada por sus palabras, he decidido dar otro paso haciendo una segunda distinción entre “lenguaje salvaje” y “lenguaje del opresor”. ¿Cómo son ambos y cómo los distinguimos?
El lenguaje salvaje, al tratarse de una estructura orgánica, no pertenece a una institución, sino a los hablantes de una lengua. Podemos conectar con él a través de los dialectos, del lenguaje familiar, del argot, de la poesía, de todo aquello que emerge como un producto no sólo del pensamiento y de la historia colectiva sino también de su imaginación y de su manera de ver, habitar y nombrar el mundo. Está vivo y es básicamente hermoso en el sentido de que está más allá de una noción dualista de lo bello y lo no bello: forma, simplemente, parte de nosotros y centellea como una chispa. Su riqueza es inagotable y es tan exuberante como el mismísimo Amazonas, con todas sus formas de vida.
El lenguaje del opresor, en cambio, está muerto. Muerto en el sentido de que no aporta nada nuevo, nada vivo, nada imaginativo. Le gusta clasificar, etiquetar y dividir entre qué está bien y qué está mal, qué es correcto y qué no lo es. Por lo tanto, es excluyente, y normalmente en esa exclusión suelen añadirse parámetros de clase social, estrato económico e incluso género. Puede ser tremendamente técnico, de manera que muchas veces utiliza el positivismo científico para justificarse a sí mismo. Suele creerse en posesión de la verdad, y es tremendamente arrogante. No hay en él unidad, inclusión, o cooperación posible.
Sabiendo que existe este lenguaje del opresor con el que tenemos que convivir, podemos saber cómo identificarlo y cuáles son sus estrategias para no permitir que invada sutilmente nuestra psique, ya que eso es lo que persigue en última instancia. Podemos destronarlo. Podemos decirle que todo lo que él invalida para nosotras tiene una inmensa importancia personal (porque lo personal es político), desde el dialecto campesino del pueblo de nuestras abuelas hasta las poéticas experimentales que juegan con la deconstrucción del lenguaje y su sonido.
Podríamos elaborar una larga lista de métodos que usa el lenguaje del opresor para infiltrarse en nuestras vidas, pero la que creo que tiene más sentido examinar en este breve artículo es la fagocitación del lenguaje creativo por parte del poder.
De nuevo, no hace falta entrar en grandes teorías sino examinar nuestra experiencia de vida, volviendo a nuestros años de educación escolar. ¿Cómo percibíamos entonces la literatura? ¿Cómo se nos enseñaba? ¿Qué se nos enseñaba? ¿Qué aprendimos de niños, realmente, de la literatura?
Personalmente yo, que siempre fui una ávida lectora y que amo la poesía desde muy niña, detestaba las clases de literatura española de la secundaria, compuestas por listas de autores canónicos (hombres) que no tenían nada que decirme, totalmente ajenos a mi experiencia, con listados interminables de fechas, biografías e historia. No había allí rastro alguno de algo que pareciera estar vivo. No cabía la posibilidad de enfrentarse a la obra desnuda, tal y como era. Y finalmente, no había manera alguna de conectar con aquello. El resultado fue que la mayoría de mis compañeros de clase acabó detestando leer, y lo que realmente les llegó fue que allí no había nada interesante que aprender. Ésa es la gran victoria del lenguaje del opresor, adueñarse de los distintos lenguajes de la imaginación personal y colectiva.
Actualmente se escriben muchos libros sobre el funcionamiento del cerebro en los procesos creativos, y se empieza a producir una apertura hacia la idea de que todo ser humano es potencialmente imaginativo. Pero para poder asumir la imaginación como parte de nosotros tenemos que sentir que nos pertenece. Y no como una posesión, sino como una parte esencial, igual que cualquiera de nuestros órganos vitales. El lenguaje del opresor ha ido poco a poco relegando el terreno de imaginación a unos pocos, y ha hecho creer a una gran parte de la humanidad que esos pocos están locos, que son inútiles, y que no viven en la realidad. ¿Por qué?
El uso creativo del lenguaje está estrechamente vinculado con la capacidad de imaginar. Imaginar está estrechamente vinculado con la capacidad de tener recursos, o de encontrarlos donde parecía no haberlos. Encontrar recursos donde parecía no haberlos está estrechamente vinculado a la posibilidad de vivir fuera de un patrón determinado, normalmente escogido o manipulado por el poder. ¿Podemos entonces deducir que imaginar se consideraría peligroso para el orden establecido? Por supuesto. De ahí que, en épocas oscuras de la humanidad, se dé poca o ninguna importancia a las artes, porque el arte que está vivo está producido por mentes vivas, y las mentes vivas permiten el movimiento, los ciclos y el cambio, algo que no agrada en absoluto a quienes se encuentran en una situación de poder que no están dispuestos a soltar.
¿Cómo podemos entonces relacionarnos con nuestro lenguaje permitiendo que su propio uso nos abra una visión más amplia del mundo en que vivimos?
La respuesta, en realidad, es bastante simple: amándolo, y permitiendo que se manifieste en nosotros en toda su multiplicidad. Para esto, debemos jugar y experimentar con él, salir de nuestra zona de confort y permitirnos ser permeables a su influencia. Y porque el lenguaje va estrechamente ligado a la manera que tenemos de percibir la realidad, sería interesante trabajar también habitualmente con nuestra mirada, observando cómo el lenguaje que hablamos cambia en función de nuestra manera de estar en el mundo. Podemos observar entonces, boquiabiertos, que el lenguaje es una obra de arte tan perfecta como el propio cuerpo humano, con una diversidad inmensa que está tan cerca, tan alcance de la mano, que la mayor parte de veces ni le prestamos atención, e ignoramos cuán unido está a nuestro sentido de la libertad.
El lenguaje se yergue, entonces, como una manera de ser en el mundo. Esa postura puede ser colectiva o individual, partiendo de la propia lengua y acabando en la creación que el individuo hace con ella. No debemos tener miedo a hacer con él lo que gustemos, pero deberíamos tratarlo con respeto, como haríamos con un amigo o un familiar muy querido. Por lo tanto, con amor y sin miedo, con una amplia curiosidad y observación, con una avidez insaciable de integración de la experiencia, el lenguaje crece en nosotros con más ramificaciones y más hojas, cada vez más verdes y más bellas. Así, si encarnamos nuestro lenguaje, éste se hace uno con nuestro cuerpo y nuestra alma, y toma un nuevo sentido.
¿Podemos tan sólo pensar por un momento lo que sucedería si colectivamente tomáramos una mayor conciencia de lo que supone todo esto? ¿Podemos imaginarlo? Imaginar es crear y las palabras son una buena pasta moldeable.
¿Quién juega?
Mónica Caldeiro es filóloga, poeta, artista spoken word, traductora literaria, profesora y educadora formada en pedagogía libre. Es madre de una niña de siete años. Actualmente, en materia de educación, explora la presencia de la poesía en la escuela, así como métodos pedagógicos alternativos para presentar la literatura. Es facilitadora de la escuela para madres y padres Sundara dentro del centro budista Serchöling, en cuyo blog escribe un artículo semanal.
Mónica Urriolagoitia nació en Bolivia. En La Paz comenzó sus estudios de Arte, que continuó en Florencia y en Londres. Radicada en España, realizó un master en Escenografía, además de estudios de interpretación y danza. Sus pinturas fueron expuestas en Bolivia, Italia, EE.UU., Hong-Kong y España.
La vocación viajera marca su obra. Extraemos del catálogo de una de sus exposiciones: “Cuando vamos cambiando tanto de lugar, de ciudad, de país, vamos dejando huellas y vamos recogiendo también muchas más. Las llevamos con nosotros. Se van mezclando nuestros recuerdos, nuestras impresiones, los deseos y los sueños, formando así nuestra propia fábula. Echar de menos un lugar tiene que hacer que vayamos a buscar uno nuevo. Recordar a una persona hará que conozcamos a otra, y mientras contamos una historia, está sucediendo ya una nueva, y así, vamos siempre avanzando.”
Imagen superior: Mónica Urriolagoitia, detalle de Mis paisajes (acuarela) 2004).