
LA MANCHA DE HUMEDAD
Buscaremos y traeremos cuentos que contengan todavía la particularidad de sorprender a lectores pequeños y grandes.
Empezaremos con un cuento de Juana de Ibarbourou, una célebre escritora de un hermoso país, Uruguay. En este relato la infancia se describe como el gran territorio de la invención, de la imaginación y de la fabulación.
LA MANCHA DE HUMEDAD
Por Juana de Ibarbourou

Jean-Michel Basquiat (Nueva York, 1960-1988), Earth, 1984.
Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era éste un lujo reservado apenas para alguna casa muy importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado.

Frederick Sommer (1905-1999), The Wall, 1951.
En esa mancha yo tuve cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de las lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal en que fumaban sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas, generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:
–Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles hay en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
– ¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? ¡Oh, Dios mío!, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de lechada de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared, dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de bizcochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango, que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni más selvas.

Willi Baumeister (1889-1955), Wall Picture with Segments, 1920.
Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como una burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una O de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:
– ¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
– ¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países llenos de gente y animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como sólo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada, e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!

Portada de Chico Carlo de Juana de Ibarbourou. Ilustración de Amalia Nieto (1907-2003), 1944.
Juana de Ibarbourou (Melo, 1895 – Montevideo, 1979) Escritora uruguaya. Su primera poesía está marcada por el modernismo predominante, como se puede apreciar en Lenguas de diamante (1919), El cántaro fresco (1920) o Raíz salvaje (1922), pero que paulatinamente irá abandonando hacia la vanguardia en La rosa de los vientos (1930) y la mística en Loores de Nuestra Señora (1934). En 1929 recibe el título de “Juana de América”. Su prosa y teatro están orientados hacia la infancia. Destacan Cántaro fresco (1920), Ejemplario (1928), Los sueños de Natacha (teatro) (1945), Canto rodado (1958) o Chico Carlo (1944), libro en el que recrea su infancia y del que hemos extraído este fragmento.
Imagen superior: Detalle de Yellow, Cherry, Orange, 1947, Mark Rothko (Daugavpils, Letonia, 1903 – Nueva York, EE.UU., 1970).
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