
LA NARANJA MARAVILLOSA
Los cuentos para niños (quizás no sea apropiado usar el término “infantiles”) de Silvina Ocampo no tienen el lastre del didactismo ni de las moralejas. Más bien no respetan normas, desobedecen lógicas, experimentan sensaciones y crean mundos que pueden resultar inverosímiles para la mirada de los adultos.

Fernando Botero, Naranja, 1977, Museo Nacional de Colombia.
LA NARANJA MARAVILLOSA
Por Silvina Ocampo
Claudia y Virginia estaban tristes: una porque era fea, la otra porque era desconfiada. No había más que lamentarse noche y día, día y noche, de la suerte. ¡Pobres niñas!
-¿Qué haremos? –decía Claudia-. Soy tan fea, soy tan pobre. Mi vestido está lleno de agujeros y mis zapatos no tienen suelas.
-Es más lindo andar des descalza. Y yo que no puedo aprender nada –se lamentaba Virginia-. Que digo todo al vesre.
-Es más claro hablar así. Hasta los sordos te entienden.
-Y pensar que éramos ta tan bonitas cuando éramos chi qui quitas.
-Sos bo bonita todavía, pero para qué te sirve.
-No me hagas bu burla.
-Lo hago con ca cariño.
-¡Qué haremos! –se lamentaban las dos niñas.

Donald Sultan, Four Oranges, 1993.
En ese momento golpearon a la puerta y un mensajero les entregó un telegrama. Las dos niñas leyeron sus nombres con la boca abierta. Era la primera vez que recibían un telegrama. Lo desplegaron rápidamente y leyeron:
“CONOZCO VUESTRAS DESVENTURAS. DISPONGO NARANJAS MÁGICAS. GARANTIZO RESULTADOS MARAVILLOSOS. VENGAN. CALLE CARASUCIA 11.924.752 VILLA DELICIOSA. MAGO CHUCUCHUCU.”
Virginia y Claudia se miraron asombradas. No podían tomar ninguna decisión. Tampoco sabían dónde se encontraba la calle Carasucia ni el barrio Villa Deliciosa. Salían únicamente para ir a la escuela, para buscar el pan, la leche o para hacer algún otro mandado para sus madres. Claudia, que era la más decidida, trataba de convencer a Virginia de que la vida cambiaría para ellas y que obtendrían la felicidad si buscaban las naranjas. Virginia no se dejó convencer en seguida.
-¿Si las naranjas están en ve nenadas? ¿Si es una broma y se ríen de nosotras? ¿Si salimos en los diarios fotografiadas, víctimas de una es ta tafa? ¿Si nos ponen en penite tencia por salir solas con ese Chucuchucu? ¿Si no encontramos la casa ni el barrio? ¿Si la encontramos y al entrar nos muerden los perros guardianes? –decía Claudia remedando a su amiga.
Virginia, tapándose las orejas con las manos, exclamaba:
-¡Vamos, vamos, vamos!
Arrastrándola de la mano, Claudia llevó a Virginia hasta la esquina, donde tomaron por fin un tranvía que iba a Constitución. Durante el trayecto Virginia decía Chucuchucu, para no olvidar el nombre del mago. Nunca habían visto un tranvía. Las madres les habían explicado cómo era. ¿Por qué no había taxis? ¿Sería un tranvía? Les pareció que estaban soñando. Durante el trayecto discutieron si no sería mejor ir a Retiro o al Once; pero el guarda a quien mostraron la dirección del telegrama les dio una larga explicación tonta que sólo Claudia comprendió. Cuando llegaron a Constitución bajaron y obedeciendo las indicaciones del guarda del tranvía subieron a un coche de plaza. Los caballos tenían cintas y plumas en las crines y cascabeles en las patas. El cochero las llevó una o dos cuadras, pero no tardó en darse cuenta de que no tenían plata para pagarle y las hizo bajar al final de una calle donde había una larga escalinata.

Tractatus de Herbis, Miniatura de un águila, una telaraña y un naranjo, 1440.
Virginia descubrió el nombre del barrio Villa Deliciosa en un cartel. Subieron la escalinata que era la misma calle que buscaban y quedaba a la plaza Tupungato. Por primera vez Virginia y Claudia veían una calle que se extendía a lo largo de una escalera, con sus casas y su plaza. Las niñas no tardaron en llegar al número 11.924.752. Tantos números indicaban la largura interminable de la calle. Frente a una puerta verde se detuvieron. Vacilaron antes de tocar el timbre. El corazón de Claudia palpitaba de impaciencia; el de Virginia, de miedo. Se miraron, se codearon. Virginia tocó el timbre y retiró la mano como si se hubiera quemado. La puerta, que era diminuta, se abrió sola, con un chirrido musical. Las dos niñas, agachadas, tocando el piso con las manos, entraron. La pequeña puerta no estaba de acuerdo con el tamaño enorme de la casa. Aquello no era una casa, sino un palacio. Entraron en uno, dos, tres, cuatro salones iluminados. En el quinto salón, sobre una mesa colocada en el centro estaban las naranjas mágicas que, debido al brillo que tenían, parecían de cristal. Cualquiera podía verse en ellas como en un espejo. Claudia y Virginia se miraron vacilando, pues no se atrevían a tocarlas y mucho menos a probarlas. Sin embargo, no todas las naranjas eran igualmente hermosas: una era diminuta, puesta ahí como por descuido, arrugada y fea como cualquier naranja de esas que no se compran y que el frutero regala de yapa. Claudia y Virginia contemplaron las naranjas y vieron sus rostros reflejados. Claudia eligió la naranja más linda, más brillante; Virginia, la más grande. Virginia comparó las dos naranjas. Claudia se disponía a morder su naranja, cuando Virginia la detuvo:
-¿Será verdadera, será venenosa, será una broma?

Martin Jarrie, ilustración para Une cuisine grande comme un jardin, textos de Alain Serres. Editions Rue du Monde, 2004.
Claudia se detuvo unos instantes preguntándose si tendría razón, pero ardiendo de curiosidad, mordió la naranja. El poder del fruto era realmente mágico. ¿Las niñas por influjo del mago Chucuchucu conocían las virtudes de cada naranja, para elegir la más adecuada? En cuanto mordió la naranja, Claudia comenzó a relucir de belleza: su boca brillaba como una cereza, sus ojos se tiñeron de azul, sus mejillas parecían pintadas y sus pestañas más sedosas, largas y negras que las pestañas de una estrella de cine. El vestido cubierto de remiendos y de agujeros se transformó en un vestido tornasol cubierto de lentejuelas, de cintas, de entredoses, de volados, de puntillas; los zapatos sin suelas se transformaron en escarpines de la más fina cabritilla blanca; las cintas raídas de su pelo se transformaron en cintas de terciopelo celeste bordadas con perlitas; sus medias de algodón ordinario se transformaron en medias de nylon rosadas. A cada mordisco que daba a la naranja aparecía una nueva prenda de vestir; para los hombros, el abrigo tejido; para la cintura, el cinturón dorado; para lleva colgando del brazo o abierta como un sol, la sombrilla y el monedero de mostacillas; para el bolsillo el pañuelo bordado; para el cuello la cadenita de oro con medallas y la bufanda de armiño; para la mano el abanico de encaje y para los dedos los anillos de nácar; para el sueño los camisones de tul. Parecía una muñeca.

Henri Rousseau, Monos en una arboleda anaranjada.
Virginia no tardó en morder la naranja que había elegido. Con la cara iluminada por la luz de la inteligencia, que es aún más hermosa que la misma belleza y que todas las más divinas vestimentas, pero que no puede describirse, preguntó a Claudia:
-¿Sabés quién ha escrito La Divina Comedia y en qué año? La escribió Dante, no lo confundas con diente. Recuerdo algunos versos, que diré después, si te interesan.
Claudia, despreciativamente, contestó:
-¿Eso es ser inteligente? Mirá mis ojos. Mirá mis vestidos, los anillos que tengo en cada dedo.
-No estás a la moda. ¿Sabés quién escribió Fervor de Buenos Aires? Sin embargo, es un autor argentino y tendrías que saberlo. Que no hayas leído a Platón o a Parménides todavía se explica, a tu edad.
-No me interesan esas cosas, ya te lo dije. Mirá mis pestañas, mi pelo.
-¿Y qué me dirías de la Teoría de la Relatividad? Pronunciá Einstein.
-No hablo en chino. Mirá mis medias, mis guantes.
-¡Pero eso no es ser linda! Las medias y los guantes se compran. ¿Leíste El idiota o Madame Bovary? Pensarás que estos libros son del mismo autor. Pero tampoco sabés quién inventó la electricidad ni el psicoanálisis. Es claro que no conocés nada de la literatura inglesa, ni siquiera el nombre de Shakespeare. Sin embargo, viste Romeo y Julieta en el cine, conmigo. Pensar que al verte bien vestida me doy cuenta de que sos una ignorante. Un sombrero de burro con esa vestimenta no te vendría mal.
-Eso no es inteligencia: los libros se compran.
-Pero quedan en la memoria y nunca vi a nadie comprar memoria. Dame un bocadito de tu naranja, ya que me creés envidiosa.
-Si me das un bocadito de la tuya, acepto.
Amabas niñas probaron entre sí las naranjas. Mientras se encaminaban a su casa, habían adquirido tantas perfecciones que nadie podía reconocerlas.
-Tengo vergüenza. ¿Qué dirá mamá al verme tan linda? –dijo Claudia-. Voy a poner cara de fea.
-¿Qué dirá papá al verme tan confiada? –dijo Virginia-. Voy a tratar de tartamudear un poco.

Raimonds Staprans, Way Too Many Unruly Oranges, 1998, San Jose Museum of Art.
Pero al pisar el umbral de la puerta de entrada, advirtieron que las naranjas se habían terminado y las perfecciones también. Discutieron un rato, pero estuvieron de acuerdo en que, por difícil que resultara, volverían a buscar las otras naranjas que habían quedado en el palacio. Volvieron a emprender el trayecto en el mismo tranvía, en el mismo coche, hasta que se encontraron frente a la misma escalinata, que subieron corriendo. Sin vacilar entraron otra vez en el palacio, cuya puerta volvió a abrirse por sí sola. Cruzaron los mismos salones, hasta llegar al lugar donde habían recogido las naranjas. El cuarto estaba igualmente iluminado, pero sobre la mesa había solamente dos naranjas: una grande y hermosa y la otra diminuta y fea. Virginia, ávida, se abalanzó sobre la naranja más grande, y Claudia, con humildad, tomó en su mano la pequeña y horrible naranja. Virginia hincó el diente en la naranja. No tardó en cubrirse de erizos y gruñir como un cerdo al que están degollando. Claudia estaba tan asombrada que no probó la naranja, esperando que Virginia recobrara su inteligencia con el segundo bocado, pero Virginia gruñía:

Dibujo folk de Heinrich Engelhard (hacia 1830), American Folk Art Museum.
-¿Qué haremos ahora? Estoy peor que nunca. Lo que nos pasa ahora es peor que antes, que siempre, que nunca.
-Hay que intentar cualquier cosa –dijo Claudia probando la horrible naranja.
Al probar el primer bocado se transformó en la más hermosa de las niñas conservando su asombrosa inteligencia. No vaciló en dar la mitad de su increíble y diminuta naranja a Virginia, que recuperara la inteligencia que le hacía falta.
La naranja más chiquita y fea resultó ser la mágica, porque su magia era permanente; nunca terminaban de comerla porque a medida que la comían se agrandaba. Por eso Claudia y Virginia volvieron a sus casas y fueron felices probando un bocadito todos los días.

Lawrence Herbert, Color 1505C de la Guía Pantone, 1963.
Sin embargo, a veces las dos niñas, como eran caprichosas, lloriqueando decían:
-Quiero volver a ser pobre, a ser fea –decía Claudia-. La gente me quería más, me llamaban. “Vení, pichicho para acá. ¿De dónde sacaste esos ojos?” Y yo andaba descalza y trepaba a los árboles y comía fruta verde.
Virginia decía:
-Quiero volver a ser desconfiada, a ser un poquito tartamuda. Si alguna vez no tartamudeaba me regalaban muñequitas y caramelos, me llevaban a pasear en llamas o en burros. Yo hacía todo lo que quería, en cambio ahora tengo que arreglar hasta la electricidad de la casa porque soy inteligente.
Pero Claudia y Virginia se acostumbraron por último a los inconvenientes de las ventajas y fueron felices.

Portada de La naranja maravillosa de Silvina Ocampo, ilustración de Irene Singer, Editorial Sudamericana, 2008.
Silvina Ocampo (Buenos Aires, 1903-1993) Escritora argentina. Entre sus obras destacan las colecciones de cuentos La furia (1959), Los días de la noche (1970) o Cornelia frente al espejo (1988) y los poemarios Los nombres (1953) y Lo amargo por dulce (1962). Junto con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares es responsable de una Antología de la Literatura Fantástica (1940). También escribió libros para niños como El cofre alado (1974), El tobogán (1975), El caballo alado (1976), Canto escolar (1979) y La naranja maravillosa (1977), libro que tiene como subtítulo “Cuentos para chicos grandes y grandes chicos”. De este libro hemos extraído este cuento.
Imagen superior: Detalle de Across the Orange Moons de Alexander Calder, 1967, Smithsonian American Art Museum.
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