
EL ÁRABE DEL FUTURO
Desde su comienzo, las aspiraciones de este blog fueron conseguir nuevos amigos y ser para la gran familia de inquietos y curiosos lectores que navegan por la red una herramienta útil y atractiva. Nuestra intención es combinar la amenidad y la profundidad, apostar por la pluralidad de propuestas, que los temas a tratar tengan una vinculación con la actualidad y que sean puntos de partida para el debate sereno y a la vez comprometido.
Para lograr esas metas, contamos en esta ocasión con este magnético texto de nuestro amigo Francisco Martínez Hoyos. Él analiza una novedad editorial que viene de ser un éxito en todos los sentidos en Francia, El árabe del futuro. Lo hace de tal manera que orienta y da luz sobre un tema que hoy por hoy es acuciante, pero que estuvo enquistado de una manera larvaria durante mucho tiempo.
Por Francisco Martínez Hoyos
Riad, en 1980, seduce a todo el mundo y con razón, con su larga y dorada melena de niño de dos años adorable, aunque también un poco repelente. Nada extraño, en realidad, en un hijo único, es decir, mimado. Sus padres una pareja intercultural, se han conocido algunos años antes en universidad de la Sorbona, París. Clementine es francesa, Abdel-Razak sirio. Nos encontramos ante un panarabista arquetípico que adora Francia, país que a sus ojos encarna la libertad. Su inquietud política, como a tantos progres, del momento, le ha conducido a estudiar una carrera de humanidades, en su caso Historia contemporánea. Tiene un sueño, que su pueblo, derrotado por Israel, entré por fin en la modernidad. Lo que significa, desde su óptica, abandonar los prejuicios religiosos. “Dejar de ser beatos”, en sus propias palabras.
Este es el punto de arranque de El árabe del futuro (Salamandra, 2015), una ácida novela gráfica de Riad Sattouf, antiguo dibujante de la revista Charlie Hebdo, acerca de los trenes que ha dejado pasar el mundo musulmán. Con ironía no exenta de compasión, personifica en Abdel unas aspiraciones de reforma que se revelan ilusas. Él nunca parece pisar con los pies en el suelo, ya que termina por percibir el mundo como le gustaría que fuera, no como es. De ahí que acabe viendo la derrota en la guerra de Yom Kipur como una “casi victoria”, decidido a consolarse a cualquier precio. Es, además, un personaje de una incoherencia casi patológica. Se entusiasma pensando en una futura victoria frente a los judíos, pero ha estudiado en el extranjero para eludir un servicio militar de varios años. Le encanta hablar de lo divino y lo humano, aunque sin pasar a la acción. Peor aún: tiende a responsabilizar a los demás de sus propias limitaciones. Cuando su tesis doctoral no pasa del aprobado, enseguida supone que la baja calificación se debe a una actitud racista en su contra. Se siente tan pagado de sí mismo que no acierta a rectificar cuando el pequeño Riad le explica que el Mercedes, su coche favorito, debe dibujarse con las ruedas redondas, no cuadradas.
En este tema, como en todos los demás, el niño aporta una mirada desprejuiciada sobre una realidad intolerable de la que no es del todo consciente, en parte por su extrema juventud, en parte porque no conoce otra cosa. Riad, lejos de cualquier idealización del mundo infantil, exhibe defectos que, al hacerlo de carne y hueso, vuelven a su personaje por entero creíble. Es egoísta, convencido de que las leyes del universo imponen que todo el mundo le adore. Es manipulador, muy capaz inspirar pena cuando conviene a sus propósitos. Es tierno, pero, como todos los niños, tiene su punto de crueldad e incluso de violencia.
A través de sus ojos inocentes y curiosos, percibimos un mundo donde el ordeno y mando constituye la norma. Primero, en la Libia de Gadafi, donde su padre consigue una plaza de profesor titular. Más tarde, en la Siria de Hafez el Asad. Por desgracia, el contraste entre la realidad y el deseo se revela, una y otra vez, sangrante. El aeropuerto de Trípoli simboliza este desfase, porque donde los soñadores ven una gran obra construida por árabes, no hay más que un lugar descuidado en el que las colillas inundan el suelo. Lo mismo pasa con la Universidad, nueva en apariencia pero con una fachada agrietada. Allí donde se vaya, una verdad incómoda desmiente la verdad virtual de un poder que se legitima con un desarrollismo sin desarrollo.
El problema es que la ideología de la modernización no viene acompañada de una cultura capaz de valorar las libertades como algo positivo. El autoritarismo del padre, en la práctica, no es tan distinto del que exhiben los árabes tradicionales. Su esposa no lleva velo, pero la mantiene siempre en un segundo plano, tratándola con condescendencia aunque vale mucho más que él. No obstante, su mentalidad no es tan distinta de los que han vivido otros procesos de modernización. Sus convicciones vienen a coincidir, en el fondo, con las del antiguo despotismo ilustrado.
Como los panarabistas, los filósofos de las luces propugnaron un estado de cosas que superara los viejos oscurantismos. Por desgracia, en lugar de convertirse en adalides de la democracia, se volvieron hacia los príncipes en busca de apoyo su programa. Dos siglos después, en el mundo islámico, la figura del dictador encarna una esperanza igualmente ilusoria. Los supuestos izquierdistas pretender situarse en la vía del progreso con un dictador que obligue a la gente a ser como ellos dicen que tiene que ser. Aunque para ello se tenga que implantar la pena de muerte. ¡Porque hay que ejecutar a la gente peligrosa! A partir de estos supuestos, no extraña tanto la idolatría por personajes tan discutibles como Gadafi o Sadam Husein. “Ese sí que hará grandes cosas”, dice Abdel del segundo, confiado en que tanto al caudillo iraquí como él van a tener un futuro espléndido. Cuando invada Irán, aplaudirá la guerra como una demostración de valentía política.
La democracia, lamentablemente, brilla por su ausencia. El hombre fuerte de turno, convertido en dirigente infalible, utiliza los medios de comunicación para alcanzar una visibilidad pública que llega hasta extremos invasivos. Mientras tanto, la moral pública no logra desembarazarse del puritanismo tradicionalista. En la cola para adquirir alimentos en la cooperativa, hombres y mujeres están convenientemente separados de manera que se eviten los “contactos impúdicos”. Sucede, pues, todo lo contrario que en los países occidentales, en los que el sexo, más que goce, deviene obsesión. Como la del abuelo materno de Riad, un recién divorciado sin otra preocupación que ligar con jovencitas.
El árabe del futuro ha de leerse como un manifiesto en pro de la tolerancia y de los valores de la libertad, dirigido a un mundo en el que las identidades colectivas parecen ahogarlo todo. El padre del protagonista acaba por leer El Corán, pero… ¿lo hace por algún tipo de vivencia religiosa personal? No. Más bien porque el texto sagrado, para él, representa a un espíritu musulmán necesitado de autoafirmación frente a Occidente. A lo largo del cómic, la lógica del “nosotros contra ellos” constituye un motivo recurrente, expresada, sobre todo, en el odio contra los judíos aprendido desde la cuna. En este ambiente, el espacio para la disidencia se vuelve muy reducido.
Francisco Martínez Hoyos (1972). Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona, ha realizado diversas investigaciones sobre el cristianismo progresista y acerca de diversos aspectos de la realidad de América Latina. Entre sus libros destacan Francisco de Miranda, el eterno revolucionario (2012) y Breve historia de la Revolución mexicana (2015). E-mail: fmhoyos@yahoo.es
El árabe del futuro
Riad Sattouf
Traducción de Pablo Moíño Sánchez
Salamandra
Los comentarios están cerrados en este artículo, pero los trackbacks y pingbacks están abiertos.