
LUNA Y GNAC
Seguimos con nuestra selección de cuentos para niños realizados por escritores que no acostumbraban a hacerlo. Nos parece que hemos encontrado el cuento perfecto para este caluroso verano septentrional. Lo hemos extraído de Marcovaldo o sea las estaciones en la ciudad, del italiano Italo Calvino. Cada uno de los veinte cuentos que lo forma está dedicado a una estación del año. Los protagoniza un personaje cándido y sencillo, obrero de una fábrica y padre de una familia numerosa. En la nota introductoria se explica algo más:
«En medio de la ciudad de cemento y asfalto, Marcovaldo va en busca de la Naturaleza. Pero, ¿existe todavía la Naturaleza? La que él encuentra es una Naturaleza desdeñosa, contrahecha, comprometida con la vida artificial. Personaje bufo y melancólico, Marcovaldo es el protagonista de una serie de fábulas modernas que se mantienen fieles a una clásica estructura narrativa: la de las historietas con tiras de ilustraciones de los periódicos infantiles».
Para que esta relación quede todavía más clara, la primera edición publicada por la editorial Einaudi en 1963 contó con las ilustraciones de Sergio Tofano (Sto), uno de los más célebres historietistas italianos, en activo desde las primeras décadas del siglo pasado. Para ilustrar el cuento hemos realizado una selección de su trabajo, que se caracteriza por su elegancia, ironía y delicadeza.
Marcovaldo también fue ilustrado más recientemente por otro gran ilustrador italiano, Alessandro Sanna, editado en castellano por Libros del Zorro Rojo.
Antes de dejarlos con el cuento, le recomendamos en Spotify una lista de canciones que hemos escogido, todas de tema en donde el verano y la canícula son protagonistas. Y si son de aquellos que no le gusta el verano, no se preocupen, también hay algunas dedicadas especialmente para ellos como esta.
LUNA Y CGNAC
Por Italo Calvino
La noche duraba veinte segundos, y veinte segundos el GNAC. Durante veinte segundos se veía el cielo azul estriado de nubes negras, la hoz de la luna naciente dorada, acentuada por un impalpable halo, luego estrellas, que al mirarlas espesaban su punzante pequeñez, hasta la polvareda de la Vía Láctea, todo ello visto a toda prisa, cada pormenor en que uno se detenía representaba perder algo del conjunto, porque los veinte segundos pasaban en seguida y empezaba el GNAC.
El GNAC era una parte del anuncio luminoso SPAAK-COGNAC sobre el tejado de enfrente, que permanecía veinte segundos encendido y veinte apagado, y cuando estaba encendido no se veía más. La Luna, improvisadamente, se descoloría, el cielo se tornaba uniformemente negro y chato, perdían las estrellas su fulgor, y los gatos y las gatas que desde hacía diez segundos lanzaban maullidos de amor dirigiéndose lánguidamente al encuentro en las canaleras y los cimacios, ahora, con el GNAC se acurrucaban en las tejas, el pelo erizado, ante la fosforescente luz del neón.
Asomada a la buhardilla en que vivía, la familia Marcovaldo se abandonaba a dos opuestas corrientes de pensamientos. Ahora la noche, e Isolina, que estaba hecha una mujercita, se sentía transportada por el claro de luna, el corazón se le derretía, y hasta el más apagado graznar de radio de los pisos inferiores de la casa le llegaba como el rasgueo de una serenata; ahora el GNAC, y aquella radio parecía tomar otro ritmo, un ritmo de jazz e Isolina pensaba en dancings radiantes de luz, y la pobrecita de ella sola allá arriba. Pietruccio y Michelino desencajaban los ojos en la noche y se dejaban penetrar por el cálido blando miedo de estar rodeados de bosques llenos de bandidos; luego, el ¡GNAC! y se abalanzaban uno contra otro, en alto el pulgar y con el índice tenso: -¡Manos arriba! ¡Soy NemboKid!
Domitilla, la madre, al apagarse la noche pensaba: “Es hora de que los chicos se retiren, este aire les hará daño. ¡E Isolina asomada a estas horas, eso no está nada bien!” Pero al momento todo se volvía otra vez luminoso, eléctrico, afuera igual que adentro, y Domitilla se sentía como de visita en una casa de postín.
Fiordaligi, en cambio, jovencito melancólico, cada vez que se apagaba el GNAC veía aparecer en la voluta de la g el ventanuco apenas iluminado de una buharda, y detrás de los cristales un rostro de muchacha color de luna, color de neón, color de luz en la noche, una boca casi aún de niña que en cuanto él sonreía abríase imperceptiblemente y ya parecía florecer en una sonrisa, cuando de la oscuridad volvía a dispararse la despiadada g del GNAC y aquel rostro perdía sus perfiles, se transformaba en una tenue sombra clara, y de la boca de la niña no había modo de saber si había respondido a su sonrisa.
En medio de tamaña tempestad de pasiones, Marcovaldo intentaba enseñar a sus hijos la posición de los cuerpos celestes.
-Aquel es el Carro Mayor, uno dos tres cuatro, allí la lanza, aquel el Carro Menor, y la Estrella Polar marca el Norte.
-Esa otra, ¿qué marca?
-Esa marca c. Pero nada tiene que ver con las estrellas. Es la última letra de la palabra COGNAC. Las estrellas, en cambio, marcan los puntos cardinales. Norte Sur Este Oeste. La Luna tiene los cuernos hacia el oeste. Cuarto creciente, cuernos a poniente. Cuarto menguante, cuernos a levante.
-Papá, ¿entonces el coñac es menguante! .¡Tiene los cuernos a levante!
-Nada de creciente o menguante: es un rótulo; lo ha puesto ahí la empresa Spaak.
-Y la Luna, ¿qué empresa la ha puesto?
-La Luna no la ha puesto ninguna empresa. Es un satélite, y está desde siempre.
-Si la Luna está siempre, ¿por qué cambian los cuernos?
-Son los cuartos. Cuando solo se ve un cacho.
-También el COGNAC solo se ve un cacho.
-Por el tejado de la casa Pierbernardi, que es más alto.
-¿Más alto que la Luna?
Y así, cada vez que se encendía el GNAC, los astros de Marcovaldo se confundían con los comerciantes terrestres, e Isolina transformaba un suspiro en el jadeo de un mambo a media voz, y la muchacha de la buhardilla desaparecía en aquel anillo ofuscador y frío, escondiendo su respuesta al beso que Fiordaligi finalmente se atrevió a mandarle en la punta de los dedos, y Filippetto y Michelino, con los puños ante su cara, jugaban a la ametralladora aérea.
-Ta-ta-tá… -contra el anuncio luminoso, que al cabo de veinte segundos se extinguía.
-Ta-ta-tá… ¿Has visto, papá, que lo he apagado en una sola ráfaga? -dijo Filippetto, pero ya, sin luz neón, su fanatismo guerrero se había desvanecido. Los ojos se le llenaban de sueño.
-¡Ojalá -se le escapó al padre- se hiciera trizas! Os enseñaría el León, los Gemelos…
-¡El León! -Michelino se llenó de entusiasmo-. ¡Aguarda! -Se le había ocurrido una idea. Tomó el tiragomas, lo cargó con chinas de las que siempre tenía en el bolsillo una reserva, y disparó con todas sus fuerzas contra el GNAC.
Se oyó la granizada caer desparramándose por las tejas del techo de enfrente, en la chapa de la canalera, el tintineo de los cristales de una ventana alcanzada, el gong de una guija allá abajo contra la pantalla de un farol, una voz desde la calle: -¡Llueven piedras! , y allá arriba! ¡Sinvergüenza! -Pero el anuncio luminoso, precisamente en el momento del tiro, se había apagado al terminar sus veinte segundos. Y todos en la buhardilla empezaron mentalmente a contar: uno dos, tres, diez, once, hasta veinte. Contaron diecinueve, tomaron aliento, contaron veinte, contaron veintiuno, veintidós con el temor de haber contado demasiado aprisa, pero no, nada, el GNAC no se volvía a encender, no era sino un negro garabato apenas descifrable y trenzado a su castillete como la vid a una pérgola. -¡Aaah! -exclamaron todos y el manto del firmamento se alzó infinitamente estrellado sobre ellos.
Marcovaldo, interrumpido cuando tenía levantada la mano para dar un bofetón a Michelino, sintióse como proyectado en el espacio. La oscuridad que ahora reinaba a la altura de los tejados tendía una especie de barrera que relegaba allá abajo el mundo donde seguían remolineando jeroglíficos amarillos, verdes y rojos, y guiñadores ojos de semáforo, el luminoso navegar de los tranvías vacíos, y los autos invisibles impeliendo adelante el cono de luz de los faros. De ese mundo no subía hasta allí más que una difusa fosforescencia, vaga como un humo. Y al levantar la mirada libre de deslumbramientos, se abría la perspectiva de los espacios, las constelaciones se dilataban en profundidad, el firmamento giraba con placer, esfera que todo lo contiene y no la contiene ningún límite, y sólo un aclararse de su trama en una especie de mella, daba hacia Venus, por mejor resaltarla sola sobre el marco de la tierra, con su firme herida de luz estallada y contenida en un punto.
Suspendida en ese cielo, la Luna nueva, más que su abstracta apariencia de media luna, revelaba su naturaleza de esfera opaca iluminada en su redor por los oblicuos rayos de un Sol perdido para la Tierra, pero que conserva -como sólo puede verse algunas noches de comienzos de verano- su cálido color. Y Marcovaldo al contemplar aquella estrecha orilla de luna perfilándose allá entre sombra y luz, experimentaba la vaga nostalgia de arribar a una playa milagrosamente soleada en plena noche.
Así permanecían asomados a la buharda, los chicos con el susto del descomunal resultado de su acto, Isolina embelesada como en éxtasis, Fiordaligi con el privilegio de distinguir el ventanuco apenas iluminado y finalmente la sonrisa lunar de la muchacha. La madre se recobró: -Venga, venga, es de noche, ¿qué hacéis ahí asomados? ¡Os va a dar no se qué, bajo este claro de luna!
Michelino apuntó el tirador hacia arriba. -¡Y yo apago la Luna! -Le echaron la garra y lo mandaron a dormir.
En lo que restaba de aquélla y por toda la noche silente, el anuncio luminoso del tejado de enfrente sólo rezaba SPAAK-CO y desde la buhardilla de Marcovaldo se veía el firmamento. Fiordaligi y la muchacha lunar se enviaban besos en los dedos, y tal vez hablándose a mudas llegarían a concertar una cita.
Pero a la mañana del segundo día, sobre el tejado, entre dos castilletes del anuncio luminoso, se recortaban muy chiquitas las figuras de dos electricistas en mono que revisaban hilos y tubos. Con el aire de los viejos que prevén qué tiempo hará, Marcovaldo sacó la cabeza y dijo: -Esta noche será otra vez una noche de GNAC.
Alguien estaba llamando a la puerta. Abrieron. Era un caballero de gafas. -Perdonen, ¿podría echar una ojeada a su ventana? Gracias, y se presentó: -Doctor Godifredo, agente de publicidad luminosa.
“¡Estamos aviados! ¡Nos harán pagar el gasto -pensó Marcovaldo y ya estaba fulminando a los hijos con los ojos, sin acordarse de sus raptos astronómicos-. Verás que se asoma a la ventana y se da cuenta de que los tiros sólo podían salir de aquí.” Intentó parar el golpe: “Ya sabe, son chiquillos, se entretienen así con chinas de nada, a los gorriones, no me imagino cómo han podido dar en el rótulo, Spaak. Pero les he castigado, eh, ¡vaya si los he castigado! Y puede estar seguro de que no volverá a repetirse.”
El doctor Godifredo prestó atención. -En verdad, yo trabajo para el “Coñac Tomawac”, no para la casa “Spaak”. Venía a estudiar las posibilidades de un anuncio luminoso en este tejado. Pero cuénteme, cuente a pesar de todo, que me interesa.
Y así fue cómo Marcovaldo, a la media hora, cerraba un trato con el “Coñac Tomawak”, el principal competidor de la “Spaak”. Los chicos debían disparar con el tiragomas contra el GNAC cada vez que se reparara el anuncio.
-Será la gota que colme el vaso -dijo el doctor Godifredo. No se equivocaba: al borde de la ruina por los considerables desembolsos en gastos de publicidad, la “Spaak” interpretó las continuas averías de su mejor anuncio luminoso como un mal agüero. El letrero que unas veces decía COGAC otras COAC o CONC difundía entre los acreedores la idea de una quiebra; llegó un momento en que la agencia publicitaria se negó a hacer más reparaciones si no se le pagaban los atrasos; el anuncio a oscuras aumentó la alarma entre los acreedores; la “Spaak” hizo bancarrota.
En el cielo de Marcovaldo la Luna llena se redondeaba en todo su esplendor.
Entraba en el último cuarto cuando los electricistas volvieron a trepar por el tejado de enfrente. Y aquella noche, con caracteres de fuego, caracteres altos y gruesos dos veces más que antes, se leía COÑAC TOMAWAK, y ya no había Luna ni firmamento ni cielo ni noche, tan sólo COÑAC TOMAWAK, COÑAC TOMAWAK, COÑAC TOMAWAK que se encendía y se apagaba cada dos segundos.
El más afectado de todos fue Fiordaligi; la buharda de la muchacha lunar había desaparecido detrás de una enorme, una impenetrable uve doble.
Italo Calvino (Santiago de Las Vegas, Cuba, 1923-Siena, Italia, 1985) A los dos años la familia regresó a Italia para instalarse en San Remo (Liguria). Iniciada la Segunda Guerra Mundial, participó en la Resistencia y, tras la liberación, siguió militando en el Partido Comunista, del que más tarde se distanciaría. En 1945 publicó sus primeros cuentos y, en 1947, su primera novela, El sendero de los nidos de araña, animado por Cesare Pavese, quien le introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. De su amplia producción destaca El barón rampante, El conde demediado, El caballero inexistente, Las ciudades invisibles, Marcovaldo o el imprescindible Por qué leer los clásicos.
Sergio Tofano (Sto) (Roma, 1886-1973) Ilustrador, escenógrafo, director y actor italiano. Creador del personaje Signor Bonaventura, aparecido por primera vez en Il Corriere dei Piccoli, una famosa publicación infantil. En teatro trabajó con Luigi Pirandello y en cine con Visconti, Monicelli, Bertolucci o Zampa.
Imagen superior: Sergio Tofano (Sto), I cavoli a merenda (1920).
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